Comentario
La Monarquía hispánica disponía de enormes recursos financieros, pero los gastos ordinarios de la Casa Real, de la administración y del ejército eran considerables. En tiempos de Felipe III se calcula que el presupuesto anual oscilaba entre 8 y 10 millones de ducados, elevándose a 12 millones en el reinado de Felipe IV, cantidad que desciende a 8 millones en el de Carlos II. La partida más considerable del presupuesto en la primera mitad del siglo XVII correspondía al mantenimiento del ejército de Flandes, al que se destinaba cerca de 4 millones de ducados anuales -durante la Tregua de los Doce Años su importe descendió a 1,5 millones de ducados-, cantidad que quedó reducida a 2 millones de ducados en la década de 1640 ante la necesidad de asistir con dinero a otros frentes bélicos, descendiendo todavía más en el reinado de Carlos II.
Por el contrario, el ejército de Milán estuvo financiado generalmente con recursos italianos, salvo en los años treinta y cuarenta, cuando Madrid tuvo que costear el grueso de los gastos. La paz con Holanda no supuso, sin embargo, el recorte presupuestario del ejército, ya que el coste de la guerra con Portugal a finales del reinado de Felipe IV ascendió a 5 millones de ducados anuales.
Las cantidades de dinero asignadas a la marina también fueron elevadas, oscilando entre 1 y 1,5 millones de ducados anuales repartidos entre la flota del Atlántico y las galeras del Mediterráneo. Después de la batalla de las Dunas el presupuesto se recortó, sin destinarse apenas dinero para renovar los buques perdidos, algo que también sucedió con las galeras.
La fuente principal de ingresos eran los impuestos ordinarios y extraordinarios que se recaudaban en Castilla. Las alcabalas valían en 1612 unos 2,75 millones de ducados, pero su importe, lo mismo que el servicio real, fijado en 405.000 ducados, permaneció estancado en el siglo XVII, si bien la creación de los unos por ciento contribuyó a compensar en alguna medida esta situación. El servicio de millones, por el contrario, experimentó un comportamiento muy diferente, aumentando su valor en el transcurso de la centuria hasta las reducciones decretadas por Carlos II en 1683 y 1686. Estos ingresos se completaban con los derechos que se percibían en los almojarifazgos y en las aduanas interiores, con los estancos (tabaco, naipes, sal y otros productos), con la venta de oficios, jurisdicciones y rentas, con donativos -graciosos, en teoría, aunque obligatorios en la práctica-, con impuestos de nueva creación (media annata, derecho de lanzas, quiebras de millones) y con las aportaciones de la Iglesia autorizadas por el Pontífice: las tercias reales, el subsidio, el excusado y la bula de Cruzada -estas tres últimas redituaban cerca de 1.450.000 ducados-. Aparte de estas rentas, la Corona también obtenía ingresos de Nápoles -cerca de 3,5 millones de escudos anuales durante el virreinato de Medina de las Torres-, de Sicilia y, sobre todo, de las Indias, estos últimos evaluados en 1600 en 2 millones de ducados, cantidad que en 1620 desciende a la mitad y más aún a mediados de la centuria, para alcanzar en la década de 1670 y 1680 los valores de comienzos del siglo XVII, si bien estas cantidades eran completadas en ocasiones urgentes o excepcionales con la confiscación de la plata remitida a los comerciantes.
Con todo, este capital no bastaba para hacer frente a los gastos cada vez mayores de la Monarquía, en parte, desde luego, por el endeudamiento de la Hacienda Real, muy elevado ya al concluir el reinado de Felipe II. Esta situación comatosa del erario se había generado principalmente por la necesidad de acudir a los banqueros para que anticiparan el dinero que debía transferirse al ejército en Italia y los Países Bajos, operación por la que recibían entre intereses, gastos de conducción y aldehalas cerca de un 30 por ciento.
La acumulación de débitos por este concepto y la imposibilidad de cancelarlos condujo a la Corona en varias ocasiones a suspender su pago, a decretar la bancarrota, como sucedió en 1607, 1627, 1647, 1652, 1662 y 1666, reconvirtiendo la deuda flotante en deuda consolidada o juros, cuyo volumen, acrecentado además con la venta de estos títulos en momentos de extrema necesidad, recayó en el importe de las rentas hipotecándolas, de tal modo que en 1669 ascendían los réditos de los juros a 9.986.513 ducados, siendo el valor de las recaudaciones de 11.788.026 ducados, sin incluir el producto de las Tres Gracias.
Con unos ingresos hipotecados y minorados además por el fraude fiscal y las apropiaciones que los agentes recaudadores llevaban a cabo de los tributos, fenómeno combatido con mayor o menor fortuna por el conde-duque de Olivares en los años treinta y por el duque de Medinaceli en 1683-1685, la Corona se vio precisada a buscar o arbitrar nuevas fuentes de ingresos. Una de las más frecuentes fue la confiscación por el monarca de una parte de los réditos de los juros, recurso adoptado por Felipe IV pero que se generalizó en el reinado de Carlos II, época en la que se llegó a detraer entre un 50 y un 70 por ciento de los intereses que debían percibir los juristas.
Otra fuente extraordinaria utilizada en varias ocasiones por Felipe III y Felipe IV fue la manipulación del sistema monetario, especialmente la devaluación de la moneda de vellón, procedimiento por el que la Corona obtenía pingües beneficios inmediatos, aunque sus efectos en la economía y las finanzas fueron desastrosos, ya que los precios se elevaron de manera espectacular, lo mismo que el premio de la plata respecto del vellón, que se sitúa en un 275 por ciento en 1679, motivo por el cual se tuvo que efectuar la reforma monetaria de 1680-1686, pudiéndose afirmar que desde entonces los precios se mantuvieron bastante estables en Castilla, coincidiendo con un recorte en las contribuciones, y que los cambios internacionales ya no fueron tan adversos para la Monarquía al equipararse el valor de la moneda de plata castellana al que tenían sus equivalentes en los demás países europeos, lo que sin duda contribuyó a mejorar el sistema financiero de la Monarquía, así como la economía y el nivel de vida de los vasallos.